Asociaciones ilícitas

Arriba: Fotografía de Sonia Neuburger

La intuición de los escritores llega antes, nos señala Freud. Por ejemplo, en Alicia a través del espejo, Lewis Carroll presenta un diálogo que se ha vuelto justamente célebre:

Siete años y seis meses. ¡Qué edad incómoda! dijo el Huevo. Si hubieras pedido mi consejo, te hubiera dicho ¿por qué no te quedas en siete?

Quiero decir: una no puede evitar crecer, dijo Alicia.

–    Uno no, pero dos sí – dijo el Huevo. Con la ayuda apropiada, podrías haberte quedado en siete.

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Una madre me busca en el Servicio de Clínica Médica. El médico clínico que ha visto a su hijo, internado en Sala de Traumatología por una fractura de brazo, le ha aconsejado verme. Prorrumpe en elogios hacia el clínico y hacia mí (pese a no conocerme aún; intuyo que ha de cambiar de opinión en muy poco tiempo). Esgrime la receta que le han dado a su hijo, “poliadicto”, en una de las tantas Granjas de Rehabilitación a las que lo ha llevado, en su declarado afán sacrificial de dedicar toda su vida a su restablecimiento. Se trata de un tranquilizante de notable antigüedad (preparado magistral) y un antidepresivo de los más antiguos (que no suele usarse más, en razón de sus efectos tóxicos). Obviamente, el profesional que se lo ha recetado ha incluido en su prescripción – además de su deseo de sacarse de encima a la molesta díada – algo de identificación con el odio dela Medusa materna hacia su engendro.

Separada del padre hace años, éste emigra a un país europeo en el que goza de una buena situación, mientras que ella no por bordear la miseria dejará al hijo en la calle. Peor sería que robara para conseguir droga: otra justificación más, si es que faltaba alguna, para su afán protector.

El niño, hoy con veintitrés años, hizo una experiencia de vivir con el padre a los diecisiete. La madre le urgió regresar, ya que de otro modo peligraba la finalización de la secundaria. Obedeció.

Tengo la impresión de que está hablando de un retrasado mental profundo. La despido diciéndole que veré a su criatura al día siguiente. Parece no poder irse, y debo repetirle y asegurarle como un papagayo antes de cortar la entrevista con cierta brusquedad. A los pocos minutos regresa para preguntar si debe comunicar mi futura visita al Jefe dela Salacorrespondiente. Por otra parte, pese a que se queda todos los días con su hijito, precisamente al día siguiente no podrá estar.

Al día siguiente, pues, veo al párvulo, quien confirma punto por punto mi impresión. El Jefe de Sala, los enfermeros…, nadie soporta a la pareja, que trasgrede constantemente todas y cada una de las normas de la institución. Como la internación tiene un mero carácter burocrático – la espera de que la mutual proporcione los elementos para la intervención – le aconsejo al Jefe dar el alta al paciente, y reinternarlo sólo en el momento en que la operación sea posible. Me lo agradece. Le explico que la temida posibilidad del “sindrome de abstinencia” es una imposibilidad: el chiquillo jamás ha estado en abstinencia, y probablemente no lo esté el resto de su vida, enlazada sin remedio a la única propietaria y gozadora de su cuerpo. Y agrego que lo único que cabe hacer es no sancionar, desde una posición de saber atribuido, la provisión de medicamentos o tratamientos que sólo agreguen una capa cosmética más a un goce inquebrantable.

En una conferencia pronunciada en Atenas, Françoise Davoine y Jean-Max Gaudillère relataron su experiencia en Estados Unidos. Conociendo las críticas de Lacan a la ego-psychology, no esperaban encontrar allí una clínica psicoanalítica de sólidos fundamentos: la sorpresa les salió al encuentro en las personalidades de Harold Searles o Jonathan Shay. Al último nos hemos referido en un trabajo anterior.1 Del primero mencionaremos su escrito The effort to drive the other person crazy 2, un complejo estudio de la imagen del Otro y la imposibilidad, para el sujeto, de interrogarlo. En efecto, Searles menciona – o, tal vez deberíamos decir: lamenta – que este tipo de situaciones se sustrae por completo a las instituciones legales que la sociedad erige, pese a que las encuentra esencialmente ilícitas. Sin hacer entrar la culpabilidad en el juego – y mucho menos una culpabilización de cualquier individuo dentro de una red familiar – ya que es preciso diferenciarla con precisión del concepto de “responsabilidad”, puede considerarse tal planteo como una intuición de otra especie de legalidad, el reconocimiento de la transgresión de otra normatividad fallida o en menoscabo.

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Nuevamente, es un familiar – o, precisemos, dos familiares: la madre y la esposa, aunque la sustitución de una por la otra parece a veces eliminar la distinción numérica – quien(es) demanda(n) una intervención con respecto a un paciente internado. Los médicos, por su parte, muestran poca inquietud, y justifican la interconsulta tan sólo por los antecedentes de historia psiquiátrica con internaciones del paciente. En un primer encuentro con éste, solo en su cama, relata que solía viajar sin avisar a los suyos, saliendo del país para llegar al lugar de sus ensueños. La decisión la tomaba súbitamente, llegando a su destino únicamente con la ropa que llevaba puesta. O bien, para poder lograr algún insignificante (pero costoso) propósito momentáneo, exigía su parte en la empresa familiar, para dilapidarla de inmediato. O malvendía repentinamente todas las mercancías de depósito, o se embarcaba en desmesuradas e inservibles compras, endeudando a la dinastía entera. Otras veces caía en una total indiferencia e inactividad, sin salir de su cama durante períodos extendidos.

La anciana madre acude con dificultades de desplazamiento pero no de espíritu a una entrevista, en la que la expresión de su odio con respecto a toda su familia y la de su esposo (incluyéndolo) forman una pareja perfecta con la declaración insistente de amor por su hijo: hainamoration distribuida de un modo preciso. Un destino determinado desde antaño y a través del salvoconducto del engaño – causa y razón de su aborrecimiento eterno y juramentado: nadie, ninguno de los familiares de su esposo le informó, antes de casarse, de la funesta presencia de la enfermedad mental en la herencia de la estirpe. Y el esposo exigía descendencia, pues necesitaba saber si una previa parotiditis lo había esterilizado. Ella lloraba cada vez que le exigía prestarse a su interesada concupiscencia, y halló un relativo alivio en un amante ocasional, culto e instruido. No intimó con él por admonición de una religiosa conocida, quien le explicó que con un varón era lícito tener todo tipo de relación, menos la sexual. A su propio padre no puede perdonarle haberla retirado de su trabajo como trabajadora social, para incluirla como empleada en el negocio de la familia. Demasiado tarde para advertir cualquier parte propia en las peripecias en las que se ha visto envuelta, demasiado fútil cualquier idea de reconciliación, cuando el vigor del encono es el aparente resorte de su vitalidad.

Como el hijo que tuvo había sido tan sólo objeto de una investigación de su fertilidad, el padre se desentendió de él (para dedicarse a otros niños, por los que sentía una atracción tan encendida que provocaba protestas, quejas y  acusaciones de los padres correspondientes). El muchacho quedó a cargo del abuelo paterno, y poco después de morir éste tuvo su primer crisis: lo hallaron de pie, rígido e inmóvil, en el patio de la escuela. Allí comenzó su carrera psiquiátrica; la madre halló un profesional que lo internó en su clínica privada para estudiarlo; si había de quedar allí para su tratamiento, la madre debía vender una propiedad para solventar los gastos. El psiquiatra, finalmente, le aconsejó realizar la operación, y el joven se sometió a la laborterapia, en la que él y otros internos realizaban todo tipo de tareas de efectivo mantenimiento de la estancia  en la que funcionaba la institución. Al salir, sin embargo, las crisis continuaron hasta el día en que lo vemos. La esposa (cuya solicitud insistente es comentario de todos los médicos de la sala) retoma ahora la antorcha de su cuidado exhaustivo. Y también ella trabaja en la empresa familiar.

Estas historias comparten el uso de las instituciones como velo, como cobertura de una serie de trasgresiones, de embaucamientos, de trampas en las que la normatividad de la “familia nuclear” aparece burlada y elidida una y otra vez. Se ha interrogado en alguna ocasión si los diferentes modos de rechazo que Freud ha develado alcanzan a determinar con precisión absoluta una estructura 3. Pero por cierto, no carece de repercusión el campo de significación que se abre al hacerse presente uno de ellos con insistencia. Por otra parte, los mismos establecimientos en los que nos desempeñamos (dependientes, a su vez, del orden discursivo que los establece) no están exentos, desde luego, de quebrantamientos o contravenciones análogas.

Y para comprobarlo a la par que complicamos el panorama, veamos cómo la regularidad institucional entra en colisión con lo inextinguible del deseo.

El psicoanálisis – apunta Michel Silvestre – no sólo se juega en el equívoco de la lengua, sino en el fracaso (ratage), el desencuentro, la decepción que un “a posteriori” rubrica. 4

El célebre caso de Lucien Israël – la histérica que, curada de su anorgasmia por el análisis, decidió no tener más sexo – es tan paradigmático del deseo en tanto asíntota infinita, como lo sonla Bella Carnicera o Dora.

Sin embargo, ninguna de las tres tuvo que lamentar, como lo hace Colette Soler, ay, las instituciones psiquiátricas no manejan el misterio femenino. 5

Una paciente obesa se queja de que la psiquiatra que la ha medicado por su depresión (con fluoxetina, resguardando la academia, los prospectos y las propagandas ilustradas a colores) la ha echado, diciéndole que no venga nunca más.  La mujer le había dicho que seguía igual: no dejaba de llorar, como antes de verla.

¿Por qué lloraba? Hace años se halla en pareja con un músico bailantero. Él tiene varias mujeres más (aunque acaso ninguna tan importante como ella, añade presurosa). Pero le va mal actualmente: antes era el Número Uno en su provincia, pero ahora está lleno de deudas. Está acabado. Cuando él se va, ella siente que lo odia, que le hace mal. Pero cuando vuelve, corre feliz a su encuentro.

El llanto, pues, es el resto de un goce que rodea, sin dejar de evocarla, a la castración, que queda del lado de la declinación e insuficiencia de la imago masculina. Afortunadamente, los inhibidores de la recaptación de la serotonina son aún más impotentes para ocultar, velar o embotar la estructura, y la queja aún puede ser dicha.

Dejemos al poeta la conclusión:

…aún como hipnotizado por el placer ilegal,

por el placer muy ilegal que obtuvo. 6

Publicado en”Psicoanálisis y el Hospital” No. 19

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1 Neuburger, R., El desamparo del sujeto… y del profesional en la institución. Psicoanálisis y el Hospital, No. 17, 2000

2 Véase Julien, Ph. Psychose, Perversion, Névrose, Erès, Paris, 2000

3 Searles, H. Collected Papers on Schizophrenia, International Universities Press, Madison CT, 1965

4 Silvestre, M.,  Limite de la fonction paternelle, Ornicar?, No.28, Navarin Éditeur, Paris, 1984

5 Soler, C., Une passion de transfert, Ornicar?, No. 29, Navarin Éditeur, Paris, 1984

6 Kavafis, En la calle

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